Hemos asistido,
a partir de la generalización de la imagen digital, a la pérdida de centralidad
del cine en el universo múltiple de la imagen compleja. La nueva época de la
mutación digital hace que el cine y sus imágenes cambien de uso y de sentido y
estén inmersas en una red social de dispositivos tecnológicos donde el elemento
esencial ya no es tanto la contemplación sino la participación. Sin embargo, la
inercia industrial del cine, tal como se ha conocido en el siglo XX, lo
convierte todavía en un sector privativo y minoritario en el nivel productivo,
como si sólo una pequeña cofradía de expertos tuviera acceso a su realización
en un “mundo” paralelo de glamour y grandes presupuestos económicos y
simbólicos (ese mito del “mundo del cine”) totalmente desconectado de lo social
y de las dinámicas audiovisuales de la gente común.
Mientras el
cine dominante sigue instrumentalizando la experiencia fílmica como el reducido
ámbito de nuestra condición de espectadores
pasivos, el hecho social del cine ya no está constituido de manera
privilegiada por la reunión en una “sala” de proyección donde asistir a un
culto colectivo. Los modos de acceso a ese hecho cultural se están
transformando radicalmente, y la participación social tiende a hacer de ese
consumo de cine una cuestión personal en espacio-tiempos cada vez más diversos.
Del mismo modo, la participación en el nivel creativo de lo cinematográfico
está empezando a emerger de diversas formas. La creación fílmica ya no es un
universo cerrado necesitado de grandes capitales para su producción, sino que
depende en último término de una verdadera capacidad de innovación en la fabricación de un mundo sensible que construye
su propia forma de inteligibilidad, pues no otra cosa es un film o un
artefacto audiovisual.